Por: Eduardo Galeano
La explosión del consumo en el
mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos
los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se
emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera
universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la
cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora
de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta,
solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar.
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La expansión de la demanda choca
con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema
necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones
necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan,
los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema
habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo,
entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta
aventura comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se
endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar
deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces
materializa delinquiendo.
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El derecho al derroche,
privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te
diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las
gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a luz
continua, para que crezcan más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas
también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por
la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy
bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica.
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EEUU consume la mitad de los
sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el
mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo
que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por
ciento de la población mundial.
«Gente infeliz, la que vive
comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El
dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza
de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás
que no valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos
Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís:
«Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven
sudando la gota gorda para pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado:
la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La
producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus
obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria
es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el
mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias
del consumidor ejemplar.
El consumidor ejemplar es el
hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde
la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet,
en la última década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la
población joven de los países más desarrollados. Entre los niños
norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años,
según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la
Universidad de Colorado.
El país que inventó las comidas y
bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor cantidad
de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para
trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro
horas diarias devorando comida de plástico.
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Triunfa la basura disfrazada de
comida: esta industria está conquistando los paladares del mundo y está
haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen
comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de
refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera
está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas
tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están
siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber químico y
único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La
plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald's, Burger King
y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la
cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas.
El campeonato mundial de fútbol
del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los
músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald's
no puede faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald's
dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta
entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente
conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald's de
Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de
Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.
Un signo de los tiempos: esta
empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la
libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald's viola, así, un derecho
legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos
trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron
sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en
el 98, otros empleados de McDonald's, en una pequeña ciudad cercana a
Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.
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Las masas consumidoras reciben
órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto
quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el
televisor transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se
han duplicado en elmundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola
y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo
obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen
cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra.
Comprado a plazos, ese animalito
prueba la vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para
todos. Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último
modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal
o cual banco ofrece.
Los expertos saben convertir a
las mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen
atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa
y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la
soledad el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan
atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden
abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos
para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las
puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te
salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto
que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial
consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere
usted convertirse comprando esta loción de afeitar?
El criminólogo Anthony Platt ha
observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza
extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del
éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las
cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad;
pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el
dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.
Según el historiador Eric
Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la
agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del
paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen
ciudadanos.
En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros
urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas.
Expulsados por la
agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los
campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes,
pero por experiencia saben que atiende en las grandes urbes. Las ciudades
prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los
esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida
ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién
llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que
los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio.
Mientras nacía el siglo XIV, fray
Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que
las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse,
encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza
con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se
encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a
relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas?
El mundo entero tiende a
convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero
no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios
públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran
espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios
de exhibición comercial.
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El shopping center, o shopping
mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las
multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del
consumo. La mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus
bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al
bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El
gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los
maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y
para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos
del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la
felicidad moderna, posan para la foto, al
pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la
estatua del prócer en la plaza.
Beatriz Solano ha observado que
los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center,
como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de semana al centro
de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos.
Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes
vienen a una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias
enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del
consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de
modelos, marcas y etiquetas.
La cultura del consumo, cultura
de lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo
vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas
envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz.
Hoy que lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas
para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia y el
trabajo que las genera.
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El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba
allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en
potencia. Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de la fugacidad,
ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo,
sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del
espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.
Los dueños del mundo usan al
mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota
como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de
la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al
mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a
creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta a unas cuantas empresas,
porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de
consumo es una trampa cazabobos.
Los que tienen la manija simulan ignorarlo,
pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la
gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la
existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un
error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial.
No hay naturaleza capaz de
alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.
Colaboración: Divar Moya Zavaleta